El poder y el costo de una solución

Hay soluciones prácticas que tienen tanta fuerza que son capaces de determinar la realidad a través del tiempo, incluso después de perder funcionalidad de forma evidente. Un ejemplo arquetípico de esto es la norma QWERTY, la que indica el modo de distribución de las teclas en las máquinas de escribir, y los teclados de las computadoras. Cuando se inventaron las primeros modelos de máquinas de escribir mecánicas tenían muchos problemas técnicos, y las piezas se trababan si uno intentaba escribir demasiado rápido, por ello buscaron una distribución de letras que limitara la velocidad de tipeo. Hoy muchos creen que el orden de las teclas responde a algún argumento vinculado a la frecuencia de uso de las letras, pero casi nadie piensa que es esta razón, absurda y antipráctica, quien sigue haciendo perder tiempo al escribir a millones de personas en el mundo.
Lo que evidentemente este standard no logró es crear naturalidad. Hace más de un siglo que usamos este ordenamiento, en un inicio en maquinas de escribir mecánicas, hoy en computadoras, teléfonos y tablets,  pero nunca dejamos de sentirlo artificioso.
En cambio, cuando alguien toca las doce teclas, blancas y negras, de una octava en un teclado musical, cree en la naturalidad de esta solución. No se le ocurre preguntarse por qué son 12 y no 18, o 36 o 163, o si existe más de una manera de afinar esa escala cromática. Aún si es un músico, es muy probable que tenga poca conciencia de cuánta discusión discurrió antes del siglo XIX, cuando se impuso (¿definitivamente?) el temperamento igual, es decir que todos aceptáramos, en el ámbito de la música occidental, que la octava se divida en 12 intervalos iguales (que llamamos semitonos), y por lo tanto los teclados tuvieran 12 teclas por octava. Dos siglos más tarde casi nadie se plantea si existen otras opciones.
Sin embargo otras culturas han desarrollado otras soluciones para afinar sus escalas, como los 17 intervalos de la música árabe o los 22 s´rutis en música hindú.
La cuestión de la división de la octava está estrechamente relacionada con la apreciación de la consonancia. En estas consideraciones hay factores culturales, pero también sabemos, gracias a la descripción física del sonido como suma de armónicos, que existe una base natural en esta percepción sensorial de cuando dos sonidos suenan “bien”. Desde aquí parece sensato pensar que al dividir la octava, esta debería tener la mayor cantidad posible de intervalos consonantes, sin embargo este desideratum, que fue el desafío de los músicos del renacimiento, generaba divisiones desiguales de los intervalos, y muchísimos problemas difíciles de describir en este espacio[1].
Ya a fines del siglo XV existen referencias en Italia a instrumentos de más de 12 notas por octava. Ramos y A. Schlick (Spiegel der Orgelmacher und Organisten, Mainz, 1511) mencionan la existencia de órganos con teclas diferentes para Sol# y Lab, y para Re# y Mib. Zarlino, el principal representante de la teoría musical del Renacimiento, es el primero en hacer referencia a un cémbalo con 19 notas por octava. Más tarde Salinas plantea un sistema de 24 notas por octava, y Mersenne uno de 31.
Y ninguno de estos sistemas era perfecto.
El sistema de afinación actual resuelve el problema distribuyendo la desafinación “democráticamente” a todos los intervalos. Podríamos describir al piano como un instrumento perfectamente desafinado desde el punto de vista de la afinación natural. No tiene ningún intervalo justo más allá de las octavas. Tratemos de explicarlo desde un ejemplo: si una persona muy afinada canta un sol sobre un do del piano, ese sol que entona (naturalmente afinado) será más agudo que el sol del piano.
Estoy segura de que muchos al leer esto se sentirán incómodos, en parte porque es complejo, pero también porque al caracterizar al piano de “perfectamente desafinado” estamos cuestionando un orden que la aceptación cultural del temperamento igual ha naturalizado. Hemos perdido la noción de que afinamos en base a un patrón, a un esquema intelectual que nos permite cambiar de tonalidad sin problemas, hacer música atonal, y tantas cosas. Está demás decir que el temperamento igual es una excelente solución, sólo pretendo agregar que no creo que sea necesario olvidar que esta elección, como todas, tiene un costo, una pérdida en niveles sutiles de sensibilidad.
Sincrónicamente, mientras escribía este artículo, y sentía que quizás la pérdida de sensibilidad que nos impone nuestra cultura es definitiva, vi Fanny y Alexander, y Bergman me hizo recuperar una dosis de esperanza. En la escena final la abuela lee a Alexander esta frase de un libro de A. Strinberg; “Todo puede suceder, todo es posible y probable. Tiempo y espacio no existen en el delgado marco de la realidad. La imaginación gira creando nuevos patrones”.


[1] Veamos a modo de ejemplo la cuestión de la “inconmesurabilidad” de los intervalos de quinta y octava: si partimos de Mib y afinamos siete octavas, obtenemos un Mib siete octavas más agudo. En cambio el círculo de 12 quintas, no llega a este Mib sino al Re#, que es más alto. Descripto matemáticamente, recordando que 3/2 es la proporción que representa a un intervalo de quinta, y que 2/1 el que representa a una octava: (3/2)12 : (2/1)7 = 531441/524288. Esta diferencia es la comma pitagórica. A esta incompatibilidad que presentaba la afinación pitagórica, la búsqueda renacentista de una entonación justa, donde las terceras también son consonancias, agregó incompatibilidades entre terceras y quintas, y entre terceras mayores y menores.